El participante de la Segunda Guerra Mundial, el oriundo de la ciudad de Sebastopol, encontró su segunda patria en Belarús

Soldado y luchador por la paz, Marat Egórov

El participante de la Segunda Guerra Mundial, el oriundo de la ciudad de Sebastopol, encontró su segunda patria en Belarús. Durante mucho tiempo, hasta que murió, él fue su “luchador por la paz” más importante de Berlarús. En 2001, por méritos especiales el veterano fue galardonado con la Orden de Francisco Skaryna y en 2008 con la Orden de Honor. Además de eso, la Universidad de Cambridge nombró a Marat Egórov la “Figura más destacadas del siglo XX” e incluyó su nombre en el grupo de los intelectuales prominentes del mundo.

En mi archivo de periodista hay materiales de video con la voz de este hombre. Escribí para el periódico, “Voz de la Patria”, el artículo, “La guerra y la paz de Marat Egórov”, (14.05. 2010), dedicado al 65° Aniversario de la Gran Victoria en la Segunda Guerra Mundial. Aquel mismo año, el 29 de noviembre, el veterano murió. Su hija, Tatiana, dijo más tarde: mi padre murió inesperadamente al igual como muchos soldados en la guerra pasaban en la eternidad, sin “regresar del campo de batalla”... Los periodistas llamaban a Marat Egórov “el luchador por la paz más importante de Belarús”. Más de 40 años él vivió en nuestro país y dirigía el Fondo Belaruso de la Paz. El 9 de marzo de 2010 nos reunimos en su oficina, ubicada en el suburbio Tróyetskoye, en Minsk, para conversar. Hace falta señalar que en su mesa de trabajo estaban muchos libros, carpetas y recuerdos de diferentes países. Recuerdo que cada rato sonaba el teléfono y venía la gente... Pero el señor Marat era un hombre muy vivo y enérgico a pesar de que entonces tenía 87 años y al meter en “asuntos externos”, fácilmente regresaba a nuestra conversación.

No es fácil de contar de todos los detalles de nuestra conversación en un artículo y por lo tanto, me gustaría volver a publicar los recuerdos de Marat Egórov sobre sus vivencias. Es importante preservar en la memoria lecciones de la guerra y consolidar la paz. Desgraciadamente, de año en año disminuye el número de veteranos de la Segunda Guerra Mundial... Por lo tanto, tenemos que apresurarnos. Pues hasta los principios de los años noventa del siglo pasado en la antigua Unión Soviética los acontecimientos de la guerra pasada se evaluaban sólo desde el punto de vista “correcto”. Es por eso que los reconocidos escritores belarusos, Vasil Bykov y Ales Adamóvich, lograban publicar sus obras con mucha dificultad, pues las mismas se sometían a una fuerte censura. Queriendo informar mejor a los lectores sobre de la brutal verdad de la guerra, Ales Adamóvich y sus amigos, escritores-veteranos, Yanka Bryl y Vladímir Kolesnik, con este fin utilizaron el género de la prosa documental. Los grandes autores viajaron mucho por Belarús y juntos escribieron un libro bajo el título, “Soy del pueblo quemado”, donde fueron presentados los recuerdos de los pocos habitantes sobrevividos de los pueblos belarusos quemados por los alemanes nazis durante la guerra. Más tarde Ales Adamóvich supo que muchos momentos en la historia del asedio de Leningrado fueron cambiados y convenció al escritor desde San Petersburgo, Daniel Granin, escribir juntos “El libro de bloqueo”. Fueron entrevistados cientos de testigos... Los dos escritores incluso tuvieron que pedir asistencia psicoterapéutica. A este tema yo dediqué mi artículo bajo el título, “Prueba con la verdad” (“Voz de la Patria”, 08.04.2015). A propósito, incluso el famoso mariscal de la época soviética, George Zhúkov, dijo una vez: por diversas razones, la verdad sobre la guerra fue cambiada mucho.

Por lo tanto, me parece que para nuestra historia la voz viva y el registro documental de una conversación con el veterano de la Segunda Guerra Mundial puede ser más valioso que el artículo escrito por un periodista. A su vez, en los años setenta del siglo XX, mientras yo trabajaba sobre “El libro de bloqueo”, el escritor, Ales Adamóvich, lamentaba mucho que las personas –que habían vivido el bloqueo– ya olvidaron mucho. La conversación con Marat Egórov está presentada en su forma reducida. Además de eso, algunos de los hechos yo tuve que averiguar en otras fuentes.

— Marat Fiódorovich, su trabajo por la paz comprende encuentros con muchas personas famosas. ¿Qué podría contar al respecto?


— Hubo muchos encuentros... Por ejemplo, me gustaría mencionar, a mi gran amigo, el escritor, Borís Polevoy, el autor de “La historia de un hombre real”, que dirigió el Fondo de la Paz de la antigua Unión Soviética desde el año 1969 hasta hasta el año 1981. Luego, en 1982, este puesto se lo ocupó Anatoly Kárpov, el campeón mundial de ajedrez de muchas veces, que una vez admitió que me consideraba siempre su padre espiritual. Ahora él también dirige la Asociación Internacional de los fondos de la paz. También el general de ejército, Valentín Varénnikov, Héroe de la antigua Unión Soviética, con quien luchábamos en el mismo regimiento: él era el comandante de la batería, teniente mayor, y yo era sargento, operador de comunicación, la élite del ejército, pues en el frente sin la comunicación era imposible seguir luchando. Es más, yo servía en la inteligencia y era “un hombre que podía hacer de todo”. Tengo un libro del primer y el último jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de la antigua Unión Soviética, el general de ejército, Vladímir Lóbov, con su firma personal: “Al estimado Marat Fiódorovich para la memoria y para que sea, como siempre. ¡Y nadie, excepto Marat!” Yo hacía las cosas poco reales, como ahora diríamos.

— Escuché hablar que los escritores, Iván Melezh e Iván Shamyakin, eran sus grandes amigos. ¿Cómo los conoció usted?


— Después de la guerra servía en la ciudad de Bobruisk. Y cuando fue publicado el libro de Iván Shamyakin, “Plyn profundo”, lo leí y me gustó mucho. Entonces este escritor no era muy famoso, sólo más tarde él fue galardonado con el Premio Estatal de la antigua Unión Soviética y se le fue otorgado el título del Héroe del Trabajo Socialista y el académico. En mi unidad militar organicé una conferencia dedicada a su novela e invité a Iván Shamyakin. La conversación resultó ser muy interesante. Luego me retiré de las filas y comencé a trabajar en la televisión: en 1970 salía el programa, “Pantalla Actual”. Una vez decidí dedicar un programa a la Unión de Escritores. Me puse en contacto con la gente apropiada, vine y vi a Iván Mélezh e Iván Shamyakin. Hicimos un reportaje y Shamyakin dijo: “Me parece que lo conozco”. Le recordé acerca de nuestro encuentro en Bobruisk. Entonces él se dirigió a su amigo: “Iván, estamos buscando a alguien para trabajar en la oficina de propaganda de la lіtaratura. Éste podría ocupar este puesto. Este hombre es lo que necesitamos”. A propósito, yo ya escribía cuentos, piezas humorísticas e incluso novelas. Así dos hombres con el nombre Iván me ofrecieron trabajar con ellos. Pensé que eran personas muy interesantes y acepté esta generosa propuesta suya... Organizábamos muchas actividades. Por ejemplo, las Semanas de la Literatura Infantil y Juvenil. Yo lo hacía en Belarús. En 1972 celebramos el 90° Aniversario de Yanka Kupala y Yakub Kolas: me ocupé de todos los problemas de organización. En este trabajo conocí a muchos escritores soviéticos.


Marat Fiódorovich y su nieto Yegor completamente comprenden uno a otro

— ¿Después de la Unión de Escritores usted comenzó a dedicarse al tema de la paz?


— Sí, para ser exacto: comencé a trabajar en el Fondo de la Paz de la antigua Unión Soviética. Recuerdo, en marzo de 1972, en el Palacio de los Sindicatos se celebraba la Segunda Conferencia de la Paz de toda Belarús y me invitaron. Iván Mélezh presentó el informe: él era entonces el presidente de la Comisión de la Protección de la Paz. En el presidium estaba Iván Shamyakin y otras personas destacadas. Una vez celebradas las elecciones, el presidente fue reelegido Iván Mélezh. A su vez, en Moscú, se creaba el Fondo de la Paz de la antigua Unión Soviética, una organización que recaudaba fondos para las actividades de mantenimiento de la paz. Y en la conferencia fue creada la Comisión para ayudar al Fondo de la Paz de Belarús. El artista popular de la antigua Unión Soviética, Zair Azgur. Fue elegido como su presidente. Para ocupar el cargo del vicepresidente Iván Mélezh propuso mi candidatura. Así empecé a ocuparme de los asuntos de la paz. ¡Pronto serán 40 años! Visité Moscú para aprender cómo llevar a cumplir con este trabajo. Más tarde aprendí la experiencia ucraniana: los asuntos de la paz en Crimea eran organizados de la mejor manera posible. Eso me inspiró mucho. Pues Crimea era mi patria: nací en Sebastopol, en el barrio Korabélnaya, junto a Ushakovskaya balka se encontraba mi calle natal. Pero en algún momento nuestra familia se fue de Sebastopol.

— Hablando de su patria, ¿de dónde proviene su nombre?

— Mi madre comunista, maestra de la escuela primaria, me dio este nombre en honor Jean-Paul Marat, uno de los líderes de la Revolución Francesa. Nací en 1923. Antes de la guerra y mi madre fue enviada a trabajar al pueblo Baidary (a partir de 1945 es el pueblo Orlínoye — Aut.), situado en las afueras de la ciudad de Sebastopol, cuando uno va del lado de Foros. Por allí vivían pocos rusos, principalmente los tártaros, los niños de distinta edad compartían la misma clase, y mi madre se les enseñaba según “su nivel de conocimiento”. Entonces yo tenía cinco años y para mí fue muy fácil estudiar. Luego mi madre fue enviada a la estación mecánica de tractores situada cerca de la ciudad de Kerch. Mi madre conocía técnica y antes trabajaba como mecánica. Así que ella comenzó a dar clases a los tractoristas: chasis, motor y otras partes de tractor. Cuando mi madre debía salir a algún lugar, yo explicaba el material a los estudiantes.

— ¿Cuándo comenzó la guerra para usted?


— Me fui al ejército el 1° de agosto de 1941. Tuve muchos amigos: georgianos, armenios, tártaros, rusos... Y no había ninguna diferencia entre nosotros. Tratábamos de ser primeros en todo, teníamos certificados de los “tirador de Voroshílov”, rendíamos normas del complejo GTO: “Listo para el trabajo y la defensa”. Cuando empezó la guerra, convencí al comisario de la oficina militar que nos permitiría ir al ejército. Él dijo que si viniéramos en agosto, nos anotaría como los voluntarios. Venimos y nos enviaron a las escuelas para aprender. Al principio éramos diez personas. Llevábamos el modo de la vida saludable: no fumábamos, ni tomábamos. Éramos muy buenos chicos. Pero cuando ya éramos soldados y antes de ser enviados al frente decidimos tomar una copita y fumar. Llenamos copas y Kostya, el chico más grande, dijo: “Chicos, vamos a tomar un poco”. Lo hicimos. Luego encendimos cigarrillos, probamos y dejamos, al ponernos de acuerdo que no íbamos a tomar y fumar durante toda la guerra. Sólo una vez terminada, tomaremos y fumamos un cigarrillo.

— ¿Lo hicieron?


— Le digo sinceramente que durante toda la guerra no tomé ni un gramo de alcohol. El tabaco y la vodka –que me daban– regalaba a mis compañeros de combate. Participé en la liberación de la ciudad de Odesa y otras ciudades ucranianas, así como en la liberación de Polonia, Moldavia, también defendía el Cáucaso... Fue herido cerca de Varsovia. También luchaba en Alemania. A propósito, participé en el Desfile de la Victoria en 1945 en Moscú. ¿Cómo me encontré allí? Tuve que ser galardonado con el título de Héroe de la antigua Unión Soviética, pues fui primero quien cruzó el río Vístula con la ametralladora, por la estación de radio corregía el fuego de artillería y aseguré el éxito de la cruzada del río. Aquellos acontecimientos yo los describí en el artículo, “La Orden de la Vida”, que fue publicado. Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, regresé a mi casa. Pero no pude avisar con anticipación a mi madre. Subía por la escalera y al encuentro venía mi madre que iba a trabajar. Entonces todo el mundo se interesaba: quién venía. Las personas regresaban a sus hogares. Al verme, mi madre me preguntó: ¿Joven, a dónde va? Imagínense: la madre no reconoce a su hijo... Y yo le respondí con una sonrisa: “Vine para verla, Tatiana Valentínovna...” ¡Qué encuentro fue! Mi hermano se llamaba Vladlén, él murió después de la guerra. Resultó que de los diez chicos sólo yo había sobrevivido... Vine a aquel mismo lugar, donde me despedí de mis amigos. Eso fue cerca del Monumento a los barcos perdidos, donde nosotros nos reuníamos muy a menudo en nuestro lugar sagrado. Llené diez vasos, puse diez cigarrillos encendidos y dije: “¡Bueno, chicos, vamos a tomar por la Gran Victoria!” Y como si oiga la voz de Kostia-capitán que dijo en 1941: “Cuando regresamos, vamos a tomar una copita”. Pero nadie regresó… Puse mi copa y dije: “De aquí para siempre en memoria de los compañeros caídos no voy a tomar...” Y desde entonces, cualquiera que sea la situación, nunca tomo.

En realidad no era fácil, sobre todo dedicándome a este trabajo, cuando todo el mundo quiere en una fiesta o un banquete hacer un brindis por la paz y amistad. También brindaba, pero nunca tomaba, inventaba cualquier cosa para no beber. Soy un gran inventor según mi naturaleza. Inventé todo un sistema de protección. Si en el restaurante un camarero ofrecía dos botellas, una de ellas era mía. Si no era así, el agua siempre estaba a mi lado: hacía un trago de vodka y luego la metía en un vaso con el agua. Y cambiaba el agua. Gracias a Dios, en febrero cumplí 87 años y yo sigo vivo y no siento la vejez.

— ¿Y no toma pastillas?

— ¡Nada de eso! Me encanta caminar. Compro miel a un amigo apicultor, de cinco a seis latas de tres litros al año. Mi hija, Tatiana, también está acostumbrada a comer mucha miel. A propósito, ella heredó de mí el talento de escribir. Mi nieta, también Tatiana, está estudiando en una universidad en los Estados Unidos. Y mi hija menor, Irina, doctora en ciencias técnicas, es la autora de quince invenciones, trabaja en el instituto tecnológico. Cuando la antigua Unión Soviética se derrumbó, ella comenzó a trabajar en el Ministerio de la Construcción, luego estudiaba y trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores y en las embajadas belarusas en el extranjero, ocupando el cargo de la consejera económica. Mi hija, Irina, me regaló al nieto, Egor, que fue bendecido por el mismo Metropolitano Filaret. Egor Egórov se graduó del Instituto del Conocimiento Moderno, es el programador. A propósito, yo también soy técnico. Me gustaba mucho matemáticas, física, química, pero me convertí en un funcionario político, serví en las filas durante 27 años seguidos y durante 38 años estoy trabajando en el Fondo de la Paz.

— Las hijas, nieta y nieto... ¿Qué quisiera más?

— También escribo. En 1986 la ONU declaró el Año Internacional de la Paz. Todos los países preparaban materiales. Presenté la información sobre Belarús y Minsk para que a nuestra capital se le otorgaran el título de “Minsk es el enviado de la paz en la ONU”. Y a nuestra ciudad se le fue concedido este título. A su vez, en el Ministerio de Asuntos Exteriores de la antigua Unión Soviética me pidieron que escribiera un libro, “Belarús en la lucha por la paz”. Lo hice. El libro fue traducido a varios idiomas: francés, español e inglés. Y luego el mismo fue presentado en la sede de las Naciones Unidas. Era muy agradable verlo. A propósito, todos los cancilleres belarusos decían que el Fondo de la Paz es un departamento más en el Ministerio de Relaciones Exteriores, pues hacáimos lo que para la diplomacia oficial no siempre era conveniente hacer. Digamos, por ejemplo, en Nueva York se celebraba la conferencia dedicada a la protección de la paz y nuestro embajador en este caso no tenía derecho a interferir: sólo cumplía con su misión diplomática en el país. Pero si venía yo, un ciudadano de Belarús, él debía acompañarme y yo para él era un pase abierto. A propósito, desde hace mucho tiempo, creo que a partir de 1995, tengo el título de Embajador de la Paz que se otorga por la Federación Mundial de la lucha por la paz. El mismo título también fue concedido a nuestro embajador en los EE.UU., Mikhail Khvostov (2003-2009 — Aut.)

— ¿En qué foros extranjeros tuvo que participar usted?

— Soy miembro del presídium de la organización del Foro Europeo de la Paz. En 2005 me invitaron a Berlín –donde se encuentra su sede– para participar en la celebración del 60º aniversario de la Gran Victoria. Se reunieron en torno a 40 personas, y yo era el único participante de la Segunda Guerra Mundial. Me pidieron intervenir con un discurso. Fue una conversación sin regulaciones, en el idioma ruso. Además de eso, fue entonces concedí una entrevista por el teléfono al diario, “Junge Welt”. También me pidieron hacer una presentación en la Universidad Humboldt en Berlín, en una reunión pública dedicada al aniversario de la liberación de Alemania. Tuve una noche muy agitada. Hice un plan de qué hablar. Las cifras y los nombres: para no olvidar nada. Mi discurso duró 30 minutos, y era uno de los más difíciles en mi vida. A propósito, siempre hablo y nunca leo. Me aplaudían diez veces. Empecé con el hecho de que yo representaba todo el pueblo soviético y el ejército ganador. Que no vinimos como ocupantes, sino como ganadores. Y lo primero que teníamos que hacer en la ciudad de Berlín arruinada y quemada era ayudar a la gente común: hambrienta y que tenía mucho frío. Cocinamos una sopa y la trajimos para repartir en las plazas de la ciudad. Pero la gente –asustada por la propaganda de Goebbels– tenía miedo de que íbamos a envenenarla. Y entonces los cocineros comenzaron a comer. Los primeros –que se acercaron– eran niños. Ellos encontraron algunos fragmentos de la vajilla y se acercaron para pedir la comida. Eran, decía siempre, los jóvenes promotores de la paz, el futuro de Alemania, representantes de la diplomacia popular. Y una mujer se levantó y dijo: “Yo fui uno de esos niños”... Terminé mi discurso con las palabras de Nazim Hikmet, poeta turco, luchador muy activo por la paz: “Si yo no voy a brillar, / Si tú no vas a brillar, / Si nosotros no vamos a brillar / ¿Quién en este caso dispersaría la oscuridad?” La traductora –que me ayudaba a comunicarse con la gente reunida en la sala– comenzó a llorar.


Aún cuando tenía 87 años era en buena forma

— Sé que usted lleva a cabo interesantes proyectos conjuntos con los alemanes...


— Es cierto. En particular, organizamos en el año 2001 el Viaje Conjunto de la Paz, dedicado al 60° Aniversario de la Victoria en la Segunda Guerra Mundial y al 15° Aniversario de accidente de Chernóbyl. Viajamos en autobús desde Minsk hasta Brest, luego pasamos por Polonia y Alemania. Plantamos Árboles de la Paz, empezando con Minsk y Khatyn. Era abril y la naturaleza despertaba. Nos acompañó un cineasta, hicimos una buena película. En cada lugar yo hablaba y luego el operador me dijo que yo hablé quince veces y en ningún momento me repetí. Imagínense: pasamos por una ciudad y al encuentro vienen los chicos en bicicletas. Nos rodearon y dieron la bienvenida con sus campanitas. ¡Eso fue genial e inolvidable!

— ¿Quién de los alemanes participó en este proyecto?

— Era Yohannes Thiele, que trabajó con nosotros para organizar el descanso de los niños de las regiones afectadas por la catástrofe en central de energía nuclear de Chernóbyl, así como traía cargas humanitarias. Al principio daba clases en la escuela, luego se dedicaba a la protección de la paz. Su padre murió en afueras de la ciudad belarusa de Vítebsk: lo mataron los guerrilleros. Alguien me llamó desde Vítebsk y dijo que un alemán estaba buscando la tumba de su padre. Yo les pedí ayudarle. La encontraron en una de los barrios y le dijeron que lo hicieron gracias a Marat Egórov. Más tarde nos conocimos. Johannes era desde la ciudad de Korschenbroich, región de Düsseldorf. Él me contaba que tenía una carga pesada en su alma. Él sabía que mucha gente belarusa murió y él sentía mucha pena por su padre. Contaba que su padre era una persona muy buena y no hizo ningún disparo. Le sugerí a pensar en un proyecto que permitiría a organizar en Alemania la rehabilitación de los chicos belarusos desde la zona de Chernóbyl. A propósito, varios años antes, 216 niños judíos desde la provincia de Gómel fueron invitados a Israel a mejorar su salud... Además de eso, con la ayuda de mi compañero de guerra, el general, Valentín Varénnikov, yo pude organizar el saneamiento de mil de niños belarusos de las zonas afectadas por el accidente de Chernóbyl en los sanatorios militares de la antigua Unión Soviética.

— ¿Cómo fue eso? ¿Podría contar algunos detalles de su amistad con un futuro general que usted conoció en el frente?


— El general, Valentín Varénnikov, cumpliendo con mi petición, llevó la carta de solicitud al ministro de Defensa de la antigua Unión Soviética, Yazov, y él la firmó. Dije a Várennikov en broma que me debía algo. Lo conocía desde aquellos tiempos, cuando cruzábamos juntos los ríos: Bug Meridional, Ingul e Ingulets. Luchábamos juntos en el Octavo Ejército, después tomamos juntos la ciudad de Dnepropetrovsk, más tarde fue el Tercer Frente Ucraniano. Nos movíamos hacia Odesa. Cruzamos los ríos, pero todas las cosas se quedaron atrás. Era necesario entregar armas para la infantería. Pusimos armas en el cuello y los llevábamos. Tenía una estación de radio de 25 kilogramos y dos minas. Además de eso, llevaba el fusil automático y las baterías recargables. En total, 50 kilogramos de peso. A veces digo a los jóvenes: que si quieren sentir, lo que es la guerra, tomen un saco con papas y caminen de 30 a 40 kilómetros.

Hacíamos este tipo de marchas. Caminábamos, alrededor barrancos y colinas. Me pidieron que yo adelantara algo y viera que había detrás de la colina. Corrí. Una colina, la otra y detrás de ellas en el camino estaban cuatro furgonetas. Bueno, yo los revisé –pues fui explorador– eran cajas con proyectiles de mortero. Como se conoce, antes de la guerra competían mucho los diseñadores: los alemanes tenían cañón de 81 mm, y nosotros el de 82 mm. Sus proyectiles se combinaban con nuestros. Pensé robarlos, pues no veía a los soldados alemanes. Como había aprendido a conducir antes, me senté en el vehículo, pero no podía arrancar el motor. Era el vehículo francés, “Renault”, y yo no sabía, cómo hacerlo. Mientras tanto, los alemanes comenzaron a disparar desde emboscada. Pensé que no iban a disparar el vehículo, pues explotaría. Pero ellos decidieron asustarme. Al demorar un poco, me di cuenta de cómo funcionaba la caja de cambios y logré mover el vehículo. Al subir a la colina, los alemanes comenzaron a disparar. El vehículo fue bastante pesado, pero trataba de manejarlo rápido para lograr escaparme. Me seguía el otro vehículo autopropulsador y me disparaba... Es sumamente importante señalar que en el frente, todos nosotros parecían a los músicos y diferenciaban muy bien diferentes sonidos. Todos sabían cuando disparaba la ametralladora. Mis compañeros de combate oyeron que el tanque alemán disparaba detrás de la colina y comenzaron a disparar en respuesta, pues esta orden la dio Valentín Várennikov. Y entonces aparecí yo. Él vio que el rayo del sol en el vidrio y en seguida ordenó: “No lo hagan, es Marat”.

Mis compañeros sabían que yo podía hacer este truco. Por la destrucción del vehículo –que me perseguía– ellos fueron condecorados con las órdenes. Resultó que yo ayudé a obtener la orden al futuro general. Unos días más tarde, robé también el otro vehículo y también pude detener a dos conductores alemanes y por eso a mí me fue concedida la Orden de la Estrella Roja. Así que el general, Valentín Várennikov, me conocía muy bien. Y cuando cruzamos el río Vístula, también le corregía el fuego. Por lo tanto, cuando lo vi en el Ministerio de Defensa, le dije: “Camarada general, usted tiene una deuda” y él respondió: “¿Cuál es mi deuda? Le pregunté: ¿Recibió la orden? ¿Se acuerda de aquel caso?” Entonces él era el viceministro de Defensa, el comandante de las fuerzas terrestres de la antigua Unión Soviética y comenzó a reír, pues recordó. Presentó mi solicitud al ministro de Defensa. Así que gracias a aquel vehículo alemán quemado miles de niños belarusos tuvieron la posibilidad de mejorar su salud...

Entrevista realizada por Iván Zhdanóvich
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